Los hijos de la impunidad. Por Matías Bosch

Casi nadie se hizo eco. Pero la verdad está ahí, tal como se mostró en el programa periodístico de Nuria Piera: los bebés de las mujeres del pueblo, que nacen y mueren en la Maternidad de Nuestra Señora de la Altagracia, son arrumbados en un frízer de carnicería, congelados como carne vieja que no da ni para puesto de frituras, y volcados en cajas de cartón. Cuando cuestionaron a la directora de aquello que osan llamar “hospital”, se animó a decir que la culpa es de la ignorancia del camillero de la morgue, y que ella garantiza que los bebés son tratados con dignidad. Ni se ruborizó.

Esos bebés son los hijos de los nadie. Aquellos a los que retrató en versos Eduardo Galeano: “Los nadies: los hijos de nadie, los dueños de nada. Los nadies: los ningunos, los ninguneados, corriendo la liebre, muriendo la vida, jodidos, rejodidos. Que no son, aunque sean… Que no son seres humanos, sino recursos humanos. Que no tienen cara, sino brazos. Que no tienen nombre, sino número. Que no figuran en la historia universal, sino en la crónica roja de la prensa local”.

Y aquella es la misma Maternidad de Nuestra Señora de la Altagracia por la que cada cierto tiempo una fundación hace colectas para comprar respiradores artificiales. Si los  hijos de los nadie no pueden respirar, que se mueran. Habrá que esperar que se junten monedas en alcancías de lata, rogar a la caridad de la gente, para que exista con qué salvarlos. Los bancos, dueños de medio país y que sólo en 2016 se ganaron más de 18 mil millones de pesos, ponen afiches y las laticas en las ventanillas, para “solidarizarse” con el dolor ajeno.

¿Quién rinde cuentas por semejante brutalidad? ¿Quién paga las consecuencias? Nadie tampoco. En el reino de la impunidad se puede cometer el crimen más grande, y nadie tendrá que dar explicaciones ni ser castigado. La impunidad es olvido y desprecio… es la entronización de que hay población de tercera categoría que puede ser despojada y asesinada sin que a nadie le tenga que importar. En República Dominicana no es solo lo que consiguen Odebrecht y Manuel Estrella, y los más importantes en la cúspide del poder, para salir enjabonados por la puerta de atrás en el megaescándalo de corrupción. La impunidad en este país es una cultura, una forma de pensar y relacionarse, es la libertad para abusar y humillar a diestra y siniestra. Es la aceptación de que ningún poderoso ni ningún tutumpote puede ser tocado. Y los hijos de la impunidad tienen cara y tienen piel; no son los millones robados, es el pueblo despojado de toda dignidad y con total tranquilidad.

¿Qué nos tiene que pasar para que despertemos? ¿Por qué nadie renuncia ni es enjuiciado por las violaciones en la Maternidad de la Desgracia? ¿Cómo nadie tiene que asumir la responsabilidad por aquellos ocho niños muertos en la Maternidad de Los Mina a causa de un apagón? ¿Cómo es posible que en el supuesto “hospital pediátrico” Robert Reid murieran 5700 niños en 6 años, y que los dos ministros de Salud responsables gocen de despachos gubernamentales en tiempos en que se supone el “solo rumor público” haría temblar la tierra? ¿Cómo es que la madrina y protectora de ese hospital goza de paz espiritual, e incluso pudo sonreír ante el acoso de los periodistas?

Todos esos niños asesinados son los hijos de la impunidad. Los niños y jovencitos que tienen que prostituirse. Las niñas obligadas a casarse y a ser madres para huir de la miseria. Lo son los dominicanos y dominicanas que viven con salarios de hambre. Son todos quienes padecen el olvido y el desprecio, condenados por naturaleza y desde la cuna a que su sufrimiento no tenga responsables.

Recordémoslo: esta democracia dominicana tiene a su haber más muertos y más desterrados que las tiranías de Trujillo y Balaguer juntas. Recordémoslo: la impunidad es la moneda de cambio de los poderosos para garantizarse lealtades, y es el olvido y el desprecio hecho cultura y regla social, a golpes de insensibilizarnos día tras día, de demostraciones de poder ilimitado, de chantajes, limosnas y boronas para conformarnos, de frustración y desesperanza aprendiendo que nadie cambiará. Peor crimen no puede haber.

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