El crimen salvaje de mi gran amigo y compañero de trabajo en la UASD, Yuniol Ramírez, fue un suceso que encogió al país (su secuestro en el campus universitario; propinarle un tiro en la cabeza y, moribundo, atarle al cuerpo una cadena con dos block y lanzarlo a un rio, para que se perdiera en sus profundidades).
A principio del fatídico año que despedimos, un joven acomodado – John Emilio Percival Matos- produjo robos y asaltos espectaculares, que parecían ser extraídos de un tráiler de acción al mejor estilo de Hollywood. Pero lo peor de todo fue que la corrupción pública fue la gran protagonista del año 2017 (el caso Odebrech, el escándalo de Omsa, el caso Diandino, el caso del CEA, entre otros). También los ricos nos tienen fastidiados, porque evaden tributos (el 60% del Impuesto sobre la Renta y el 45% del ITEBIS)
La causa de toda esta hosquedad radica en la anomia social, la cual mantiene avinagrada a toda la república. Todo el cuerpo social de esta media isla está seriamente afectado de este cáncer, aunque las élites continúen con expresión sardónica.
Como nación, solo crecemos, pero no producimos desarrollo económico. Los de abajo son basureados, mientras la oligarquía afianza su poderío. Y nos entretienen con una “Constitución Progresista”, que otorga infinitos derechos, que resultan ser vacuos y filiformes epígrafes.
Pero los medios de comunicación matizan el supuesto bienestar del país, a través de profusas campañas publicitarias. La saturación publicitaria es tal que los pobres ni siquiera saben que son tales, porque les hacen creer que viven en un país placentero, sucursal terrenal del “paraíso divino”.
Como derivación de la pobreza sobresale la delincuencia e inseguridad ciudadana, que mantienen en situación de hartazgo a las mayorías.