Un problema llamado Trump

Nunca unas elecciones habían convocado tantos demonios como las de hoy. Parece que los espíritus de Nostradamus,  Edgar Cayce, Allan Kardec, Rasputin y Jeane Dixon, desataron sus furias más tenebrosas. La sociedad política americana vive el duelo final del bien y el mal como en las portentosas fantasías épicas, al mejor estilo y recuerdo de El regreso del Jedi, Star Wars, Furia de Titanes o Aliens.

Clinton y Trump, cabezas visibles del Armagedón, son apenas dos titanes poseídos por el apetito de los intereses más poderosos de la tierra: las grandes corporaciones, el capital financiero, las cúpulas partidarias, las uniones sindicales y las cadenas de medios. Nada diferente a lo que ha sido siempre; solo que esta vez ese sistema de dominación ha revelado sus quiebras. Lo imperdonable para la dirigencia política tradicional es aceptar que el sujeto responsable de sacar al sol sus corrosiones es justamente Donald Trump, un hombre rústico, sin formación política, díscolo, intemperante pero armado hasta los dientes con un discurso voraz, insurrecto y provocador. Su palabra no tiene atavíos ni tutorías; es dueño tiránico de su retórica, de sus maneras, de sus sofismas y de sus yerros. Es indomable, incorregible, porfiado y persistente. Esa forma ha calado tanto en el americano sin mezclas (no sé si por franqueza o por insolencia) que el magnate neoyorquino sigue siendo una “amenaza” real de convertirse en el presidente cuarenta y cinco de los Estados Unidos.

El pecado de Trump es irredimible: no ha respetado los protocolos de la logia dominante, ni su buen juicio político, ni los símbolos que encarnan su doble moral; ha profanado sus mitos y se ha defecado en sus rancias dinastías.  El sistema político americano está tan disminuido que un menudo improperio de Trump estremece sus cimientos. Ese es en el fondo el gran miedo que se aposenta en la elite política americana y aún más en los intereses corporativos y financieros que resguarda; lo peor: Trump lo sabe y no tiene recelo para seguir haciéndolo aún si pierde las elecciones, porque advirtió tempranamente que ese discurso atrapa a un electorado cansado de la inmutable rutina bipartidista y de su ortodoxia.

La guerra desatada en contra de Trump ha sido más virulenta que su satanizada retórica, hasta el punto de que quien no lo ataca se expone a ser tratado como un inconsciente y quien lo defiende o simpatiza como un inmoral o descerebrado.  Un seguidor del magnate en Arizona dijo que la moda para ser racional en Estados Unidos era ser anti-Trump y no deja de tener razón: es tan irracional la simpatía que el empresario suscita que hasta puede llevarlo a la Casa Blanca. 

En contra de Trump está todo el mundo: los iconos de su partido, la mayoría de los medios, los negros, los latinos, las minorías musulmanas, las mujeres, los jóvenes, los artistas, los intelectuales, los estadistas y líderes mundiales, el diablo y sus hermanos. Trump ha dicho y hecho más de lo políticamente necesario para perder, sin embargo hasta las elecciones de hoy mantiene una vigorosa fuerza competitiva. ¿Qué ha pasado? Una de dos (o las dos): o hay más ruido de lo que debiera en las manipulaciones artificiosas de los medios que lo adversan o Hillary, aún haciendo lo políticamente correcto, es la candidata más mala de la historia.

¿Acaso tiene Hillary más virtudes que acreditar? Su ambiciosa carrera política ha estado salpicada de máculas y perversiones, desde el Travelgate, un escándalo con el que estrenó la Casa Blanca, cuando siendo primera dama colocó a gente familiarmente vinculada en la Oficina de Viajes de la casa de gobierno hasta los préstamos, prebendas y favores fiscales con los que benefició a la corporación Whitewater Development; así como los negocios pocos transparentes de la Fundación Clinton y ni hablar de su deslucido desempeño como Secretaria de Estado, matizado por el trauma de Benghazi en Libia y el uso de un servidor privado para enviar y recibir correos electrónicos de su cargo en vez de emplear la cuenta oficial soportada por los servidores del gobierno federal. La vida personal y política de esta mujer se ha movido como un péndulo en las penumbras, esas mismas sombras que se han cernido sobre la dinastía Clinton desde antes de residir en la Casa Blanca; sin embargo, la exsenadora ha salido ilesa de todas las investigaciones. Hillary tiene tanto o más razones que Trump para ser vapuleada por la prensa, pero ella ha sido una consentida de sus apuestas.

El cuadro de intereses que le da vigencia al bipartidismo americano ha jugado más con las pifias de Trump que con la historia de una mujer empujada por los resortes de la ambición. Lo penoso es que esta no es una competencia precisamente moral; es de intereses. Si fuera moral, los dos candidatos reprobarían de forma bochornosa. Lo que está en juego no es quién es el más bueno sino el más conveniente. Esa ha sido y seguirá siendo la lógica del capital político en una sociedad controlada por el mercado, y Bernie Sanders fue víctima de esas fuerzas cuando su propio partido le dio la espalda para impulsar a la candidata del sistema. 

Donald Trump en esta campaña hizo un gran aporte que pocos se lo reconocerán: destapar los desaguaderos políticos; poner en evidencia a una sociedad cansada de los mismos modelos y actores. Lo hizo soberanamente, a su manera, cuenta y riesgo. De ganar, trastornaría el ajedrez de los intereses en juego y hasta no dudo que pudiera correr la infausta suerte de Abraham Lincoln, James A. Garfield, William McKinley y John F. Kennedy; de perder, conmovería los cimientos del Partido Republicano. Así las cosas, Trump es y será un señor problema ganando o perdiendo. La suerte está echada.

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