El asesinato de Rasputin, un golpe palaciego que precipitó la revolución rusa

MOSCÚ. El asesinato hace hoy cien años de Rasputin, el principal confesor de la familia del último zar ruso, Nicolás II, precipitó una serie de cataclismos históricos que desembocaron en la Revolución Bolchevique y marcaron la historia del siglo XX.

“Los que mataron a Rasputin querían dar un golpe palaciego, pero lo único que consiguieron fue demostrar que el zar era vulnerable, lo que fue una carta blanca para la revolución”, dijo a Efe Danil Kotsiubinski, coautor del libro “Rasputin. Vida. Muerte. Misterio”.

Grigori Rasputin era odiado a partes iguales por los bolcheviques y los liberales, pero también por la madre del zar y los aristócratas, que consideraban que su poder omnímodo sobre Nicolás II y especialmente sobre su esposa, la zarina Alejandra, estaban llevando al imperio ruso al abismo.

El pope siberiano (1869-1916) había vaticinado años antes que si era asesinado por los nobles -cuyo pecado capital era envidiar su grandeza, según Rasputin- la Rusia zarista tendría los días contados y así ocurrió. “Los aristócratas que mataron a Rasputin eran unos diletantes. Por eso ganaron los bolcheviques, que vieron que se podía matar al zar, que era débil”, concluyó el autor.

Según muchos historiadores rusos, Gran Bretaña también tuvo un papel fundamental en la conspiración para matar a Rasputin, ya que Londres sospechaba que era un espía alemán que quería firmar la paz con Berlín. La realidad es que Nicolás II desoyó en todo momento los consejos del monje de no implicarse en la contienda mundial, uno de los factores cruciales tras la Revolución de Febrero y su posterior abdicación en marzo de 1917, dos meses después del asesinato de Rasputin.

“El pueblo ruso no quería otra guerra. Los franceses, ingleses y alemanes estaban mejor preparados. La guerra fue un invento de Nicolás II para reforzar su poder, pero todos acabaron por culpar a Rasputin”, destacó Kotsiubinski. Hoy en día la figura de Rasputin no deja a nadie indiferente en Rusia, ya que aún es difícil de imaginar cómo un humilde pope siberiano llegó a convertirse en uno de los hombres más poderosos de su tiempo.

“Rasputin fue un hombre extraordinario, de gran talento. No era como el cardenal Richelieu. No era de familia noble ni tenía benefactores. Fue directamente de Siberia al Palacio de Invierno”, comentó Kotsiubinski. Eran muchos los que hubieran querido ocupar ese lugar, pero sólo Rasputin, pese a sus rudos modales y su falta de educación, pudo llenar el vacío espiritual que atormentaba a la acosada familia zarista.

No hay adjetivo que se le escape a Rasputin, nombre estrechamente asociado a la cultura popular rusa: santo o demonio, curandero o farsante, mujeriego o impotente, vidente o actor, sacerdote o hereje, santón o depravado, asceta o vividor, místico o loco.

Llegó en 1905 a San Petersburgo, la capital del imperio ruso, para satisfacer la histérica demanda de misticismo y superstición entre la clase gobernante, y su influencia no dejó de crecer hasta su muerte violenta el 30 de diciembre de 1916. La familia zarista estaba ávida de un referente moral que le acercara al pueblo tras la derrota ante Japón, la revolución de 1905 y el Domingo Sangriento y Rasputin cumplió a la perfección ese papel, pero enfrentó a Nicolás II con la aristocracia, la Iglesia, el Ejército y la Duma.

La hemofilia del heredero del trono, Alexéi, fue la que acercó a Rasputin a los zares, ya que logró lo que ningún médico había podido y es aliviar los dolores del zarévich, facultades curativas que aún nadie ha podido refutar.

Aunque no tenía una agenda política, llegó un momento en que su consejo era clave a la hora de nombrar o destituir a ministros a altos cargos del Ejército, lo que acabó por convertirle en objetivo predilecto de las críticas de la incipiente prensa liberal. Sus orgías fueron legendarias, al igual que su magnetismo con las mujeres de la alta sociedad rusa, aunque Kotsiubinski expone en su libro la teoría de que, en realidad, Rasputin intentaba compensar su impotencia.

Nicolás II nunca le dio la espalda, motivo por el que algunos miembros de la Iglesia Ortodoxa Rusa abogan hoy por santificar a Rasputin como un mártir. EFE

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