El gran logro perverso de la sociedad dominicana en los últimos 50 años ha sido democratizar la impunidad.
Antes, los ricos eran los únicos que no iban a la cárcel. “La cárcel era para los pobres”, decía una frase de moda.
Luego, los políticos se las ingeniaron para protegerse unos con otros. Primero, protegieron a los torturadores de la era de Trujillo, porque en aras de la “gobernabilidad” había que hacer un “borrón y cuenta nueva”.
Después, el “borrón” se extendió a las “cuentas nuevas” de los políticos de todos los signos que, hasta el día de hoy siguen metiendo la mano donde no deben sin temor alguno a ser perseguidos.
El mal ejemplo cundió y entonces los pobres aprendieron que uniéndose en “sindicatos” y “asociaciones” podían imponer sus condiciones a políticos que por cobardía o simple conveniencia, dejaron correr la pelota de la impunidad más allá de la pared.
Desapareció el valor cívico, y la violación a la ley y la impunidad se convirtieron en moneda de circulación, a tal punto, de que quien muestra su civilidad o pretende cumplir con la ley, es un animal raro, una anomalía en la sociedad.
Así, la regla es la producción de leyes que no se aplican, sentencias de tribunales que no se ejecutan y un total desprecio por el respeto debido a los demás y a las instituciones. No es de extrañar entonces, que la acción del Gobierno se oriente hacia aquellas actividades que producen “bienes” que pueden ser intercambiados en el mercado político-electoral (contratos, empleos y bonos de beneficencia, entre otras creaciones), y no hacia el fortalecimiento institucional y de la iniciativa privada.
Evidentemente, nos ha faltado un estadista y un liderazgo comprometido con el país.
