La degradación del poder. Por José Mármol

En base al entendido de que es urgente cambiar nuestra forma de pensar acerca del poder como lo habíamos conocido hasta ahora, Moisés Naím (2015) ha querido pronosticar su fin.

Similar, aunque desde otros paradigmas, a Francis Fukuyama (1992) y su decreto sobre el fin de la historia y el último hombre. No han sido ni los políticos ni los economistas los que han reflexionado con mayor acierto sobre el poder, sino, los filósofos y los sociólogos.

Exceptuando algunas alusiones superficiales a Nietzsche, el ensayo tiene débil base filosófica, aunque posee fundamentos sociológicos y económicos funcionales. Bentham y Foucault, dos clásicos sobre el tema, brillan por su ausencia.

Sin embargo, son pertinentes en “El fin del poder”, primero, su concepto de degradación o deterioro del poder en sus históricas manifestaciones económica, política, social, religiosa, militar o empresarial, y segundo, su definición y funcionamiento del recurso del poder como una fuerza motriz capaz de crear o destruir el orden social, así como un instrumento útil para la cohesión, pero también, para la fragmentación o atomización de conglomerados humanos.

Para el exdirector de la revista ForeingPolicy y Premio Ortega y Gasset de Periodismo, el poder se define como la capacidad de lograr que otros hagan o, al contrario, dejen de hacer algo.

Se ejerce a través de cuatro canales, que son: la fuerza (instrumento opresor), el código (obligación moral), el mensaje (persuasión) y la recompensa (aceptación).

También se ejerce como poder “blando”, es decir, a través de la cultura, los bienes de consumo, las costumbres y los sistemas políticos. Insiste en que el poder ya no es lo que era y que, en la sociedad presente, se adquiere con mayor facilidad, pero, se utiliza con mayor dificultad y se pierde con mayor velocidad.

La conciencia ciudadana, el crecimiento demográfico, los flujos migratorios, la vigilancia de los medios de comunicación, la revolución digital, las amenazas globales y el mercado han creado nuevos, más pequeños y dispersos rivales que imponen limitantes incómodas y volátiles al poder convencional, hasta el extremo de disminuirlo o desestabilizarlo considerablemente.

Se trata de “micropoderes”, cuya dinámica, desconocida y aparentemente débil, puede socavar, perturbar, acorralar y desmontar otrora poderosas estructuras de poder político (crisis del Estado de bienestar y los partidos), militar (desafío de guerrillas o terrorismo) y empresarial (Apple aplastó a IBM).

La degradación del poder ha hecho que el mundo se transforme.

Ese cambio ha sido posible por tres revoluciones sin precedentes, a saber, la revolución del “más” (más población, conocimiento, ingresos, información); la revolución de la “movilidad” (velocidad, volatilidad, ubicuidad) y la revolución de la “mentalidad” (educación, valores, criterios, medios y tecnologías de información y virtualidad).

Hay nuevos actores en el escenario del poder global, también en escenarios locales, que han pasado de la marginalidad o la inexistencia a los primeros planos de la vida en el siglo XXI. Ahora bien, el desgaste del poder tradicional genera peligros como el auge del populismo, separatismo, xenofobia, anarquía, racismo y aporofobia (rechazo al pobre).

El fin del poder o su deterioro conlleva, asimismo, cinco grandes riesgos sociales: desorden (déficit de estabilidad y previsibilidad), pérdida de talento y conocimiento, banalización de los movimientos sociales, estímulo de la impaciencia y alienación (fragilidad de los vínculos humanos y soledad digital).

Naím aduce la necesidad de adaptarnos y orientar hacia el bien social la degradación del poder, a fin de evitar su destructividad.

Es de extrañar en el ensayo la dilución del poder como degeneración ética, particularmente, sus manifestaciones de corrupción e impunidad. Carece del peso de lo que Platón, en su ideal de justicia, llamó conciencia moral.

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